Especial
El modelo productivo de los alimentos como problema político
Cosechar tempestades
Por: Tierra Roja
Las góndolas de los supermercados esconden una conflictividad socio-ambiental imposible de ignorar desde una perspectiva política. El primer informe transmedial de Tierra Roja se propone pensar el mercado de los alimentos desde abajo. Para eso, creemos que es tan importante la opinión de especialistas como la voz de protagonistas de cada uno de los territorios. Desde la producción de semillas transgénicas hasta la cría de cerdos en serie, pasando por la urgencia de los incendios y los grandes negociados que están detrás, te invitamos a un recorrido que intenta ir más allá de los discursos hegemónicos imperantes.
agosto 29, 2020

La soberanía en disputa

«Hemos firmado un decreto para disponer la intervención del Grupo Vicentin». Corría el mes de junio y Alberto Fernández pronunciaba una frase de la que poco tiempo después se acabaría arrepintiendo. Anunciado como un plan alimentario en pequeña escala, la idea era convertir al conglomerado industrial de origen argentino, con sede en Santa Fe y desarrollo en varias provincias, en “empresa testigo” de la comercialización de granos y la producción de alimentos, a partir de la creación de un fondo fiduciario gestionado por YPF Agro, que ya era de gestión mixta.

Ese día, durante su discurso en la Casa Rosada, además de exhibir que Vicentin se encontraba en cesación de pagos desde diciembre –luego de recibir jugosos créditos del Banco Nación durante la gestión macrista, hoy bajo investigación judicial–, el Presidente no dudó en levantar la bandera de la soberanía alimentaria. Sin embargo, lo más probable es que Fernández buscase hablar de seguridad alimentaria. ¿Acaso no son lo mismo? Spoiler alert: no.

El concepto de seguridad alimentaria refiere, sobre todo, a la obtención de los alimentos. Dicho en criollo, a la posibilidad de tener un plato de comida en la mesa todos los días. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) la define como “el acceso físico y económico de todas las personas y en todo momento, a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias”. Las palabras clave son “acceso” y “cantidad”. Términos que, si bien suenan bárbaro, fueron los que abrieron la puerta a nuevos procesos de concentración en la agroindustria.

La soberanía alimentaria es, ante todo, el derecho de los pueblos a definir qué producir y qué consumir. Es decir, “pone a quienes producen, distribuyen y consumen alimentos en el corazón de los sistemas y las políticas alimentarias, por encima de las exigencias del mercado y de las empresas, priorizando las ferias y espacios de cercanía y las economías locales.

Tamara Perelmuter

Docente de la Universidad de Buenos Aires y coordinadora del Grupo de estudios sobre Ecología Política desde América Latina (GEEPAL)

De la mano de este debate, la llegada de la denominada “Revolución verde” tuvo como paradigma el aumento sustancial de la producción de alimentos, a base de la implementación de nuevas tecnologías y de la utilización de fertilizantes y agrotóxicos para la siembra de variedades “mejoradas” de diversos cultivos. Con éxitos relativos en algunos países, fue el modelo exportado por los EE.UU. desde que en 1968 el exdirector de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés), William Gaud, la presentara comparándola con otras revoluciones, como la roja comunista o la blanca de Irán.

Hoy en día, la realidad dista bastante del “sueño americano” proyectado por Gaud: el aumento de la productividad agrícola no sació el hambre del mundo. Por el contrario, generó mayores niveles de expulsión de poblaciones rurales hacia las grandes ciudades, concentrando en cada vez menos manos el acceso y utilización de la tierra. Algo que los revolucionarios verdes se habían jurado evitar, al igual que la “inocuidad” de los alimentos, que pasó a ser otro tema de carácter pendiente.

Por su parte, si bien no desplaza al concepto de “seguridad”, la idea de soberanía alimentaria va mucho más allá e intenta asumir mayores desafíos. La primera en ponerla sobre la mesa fue la Vía Campesina, en el marco de la Cumbre Mundial de la Alimentación organizada por la FAO en 1996. “La soberanía alimentaria está enraizada en las luchas campesinas e indígenas”, dice Tamara Perelmuter, docente de la Universidad de Buenos Aires y coordinadora del Grupo de estudios sobre Ecología Política desde América Latina (GEEPAL). “Nació a mediados de los 90, ante la necesidad de crear discursos y prácticas alternativas que pudieran dar cuenta de todo lo que estaba siendo avasallado por el neoliberalismo y sus implicancias en el agro”.

La soberanía alimentaria es, ante todo, el derecho de los pueblos a elegir qué producir y qué consumir. Es decir, “pone a quienes producen, distribuyen y consumen alimentos en el corazón de los sistemas y las políticas alimentarias, por encima de las exigencias del mercado y de las empresas, priorizando las ferias y espacios de cercanía y las economías locales”, explica Perelmuter. A su vez, implica garantizar a quienes producen el derecho al acceso a los bienes comunes, como a la tierra, el agua, las semillas y la biodiversidad. Además de incorporar, dentro de los últimos debates, la perspectiva de igualdad social: relaciones de respeto entre los géneros, pero también entre de los seres humanos y la naturaleza.

Son muchas las políticas de Estado que, en los últimos años, entraron en colisión con este concepto. Así como en el verano del 1996, el por entonces secretario de Agricultura menemista Felipe Solá autorizó –en sólo 81 días y bajo la tutela de Monsanto– la entrada al país de la soja transgénica, hoy es nuevamente él, en su rol de canciller, el encargado de sellar nuevos acuerdos en esa línea. Todos están expectantes de su inminente firma del memorándum con China para la creación de granjas de producción porcina a gran escala, que Fernández pospuso hasta noviembre.

De cara a una relación cada vez más compacta entre ambos países, la Argentina es la punta de lanza del gigante asiático en su intención de hacer base en tierras latinoamericanas. El último día de septiembre, Solá ratificó la medida bajo la idea de “multiplicar el comercio» y dijo que se la buscará ampliar a otras áreas de la economía. Mientras tanto, China espera paciente que el gobierno argentino resuelva lo irresoluble: convencer a la población de los beneficios del negocio. Pero más de uno está convencido de que la cuestión no es cambiar de collar, sino dejar de ser perros. A eso, más que a cualquier otra cosa, hace referencia la soberanía alimentaria.

La culpa no es del chancho

Los granos genéticamente modificados fueron la base del modelo de agronegocios que hoy se expande como mancha de aceite a lo largo y a lo ancho de la Argentina. Desde su ingreso al país, la producción de soja transgénica pasó de 6 millones de toneladas anuales a más de 53 millones en poco más de veinte años, con el fin de ser, en su gran mayoría, exportadas para alimentar a los cerdos de las granjas chinas.

Si bien el alza del precio de las commodities durante la década kirchnerista permitió un exponencial crecimiento económico, también significó un incremento en el uso de agrotóxicos, en la cantidad de desmontes y en el aumento de desalojos de poblaciones originarias de sus territorios ancestrales. Familias campesinas y especialistas en la materia sostienen que es posible otra forma de producir alimentos, a escalas responsables, sin impacto ambiental y de manera soberana.

¿Por qué genera tanto revuelo la posibilidad de un acuerdo con China en plena pandemia?

Al igual que ocurrió con otros virus, la emergencia del COVID-19 está vinculada a una zoonosis provocada por el hacinamiento de animales para su cría industrial y la desintegración de los ecosistemas. Por el estrés que le genera a los animales, se utilizan una gran cantidad de antibióticos que terminan amenazando directamente la salud humana.

En el contexto pandémico, países como China o Alemania empiezan a constatar el surgimiento de enfermedades a partir de sus modelos de producción a gran escala. Es por eso que eligen exportarlos, lo que representa una oportunidad de negocios, pero también un riesgo importantísimo para aquellos países que, con la necesidad de generar divisas, aceptan cualquier tipo de condicionamientos. El peligro ambiental para la Argentina es inmenso: el modo y la escala productiva haría crecer la deforestación y contaminaría todavía más el agua, el aire y los suelos.

+ Información:
Pronunciamiento “No queremos convertirnos en una factoría de cerdos para China ni en una fábrica de nuevas pandemias”.
Borrador del acuerdo con China.

Las semillas son ajenas

Hay dos elementos que articulan fuertemente el debate en torno a la soberanía alimentaria: uno es la tierra y el otro, las semillas. Y si hablamos de semillas en la Argentina, nos topamos con uno de los grupos con más presencia en el sector a nivel mundial: Grobocopatel Hnos. S.A. “Los Grobo”, como le gusta llamarse al grupo familiar, es uno de los principales productores de maíz y soja del país, con un modelo de negocios asociado a productores por más de 150.000 hectáreas.

El holding viene invirtiendo en la creación de semillas transgénicas de industria nacional desde mediados de los ‘80. Gustavo Grobocopatel, heredero y actual director de la firma, hizo migas con el kirchnerismo por ser un referente destacado de la mentada burguesía nacional. Desde entonces, exportó el modelo agroindustrial y transgénico a la Venezuela de Chávez, se alineó con el macrismo desde la primera hora y hoy tiene sus ojos puestos en la próxima potencia mundial: China.

Ya en 1996, la FAO reconocía que en solo 60 años se perdieron el 75% de las semillas agrícolas que la humanidad había generado a lo largo de su historia. Hoy en día, el mercado de semillas comerciales es uno de los más concentrados del mundo: sólo cuatro empresas transnacionales controlan el 66% de las ventas corporativas de semillas de todo el planeta. Ese tablero es el que quiere patear Grobo. No para romper con el sistema, sino para ubicarse entre los titulares y gritar que el sur también existe.

Desde siempre, Grobocopatel se puso la camiseta: la Argentina debería hacer de la soja una causa nacional. Eso implicaría dejar de comprarle las patentes a Monsanto o a Novartis y fomentar las realizadas por el INTA o alguna de las distintas empresas argentinas. En otras palabras, tener nuestras propias semillas transgénicas. Aquí radica, quizás, la madre de todas las contradicciones que surcan los proyectos nacionales y populares: hacer algo no tan bueno (ambiental, sustentable o sanitariamente hablando), pero sabiendo que es propio, con el fin de generar divisas y mano de obra local.

“Es imposible, desde mi punto de vista, discutir la soberanía alimentaria si no problematizamos el derecho a las semillas. Son el primer eslabón de cualquier cadena agroalimentaria ya que de su posesión, producción y comercio, depende la soberanía alimentaria y el desarrollo agropecuario de cualquier país”, asegura Perelmuter. La pregunta es si nosotros, como especie, y la Tierra, como nuestra casa, necesita más Monsantos (aunque tomen mate y hablen nuestro idioma), o si, por el contrario, vamos camino a cavarnos nuestra propia fosa.

El turno del trigo

El gobierno argentino aprobó el primer trigo transgénico tolerante a sequía del mundo. El Senasa, dependiente del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca que conduce Luis Basterra, plasmó su firma en la resolución que salió publicada en el Boletín Oficial el pasado 9 de octubre. El encargado de anticiparlo públicamente fue el ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Nación, Roberto Salvarezza. Lo hizo en un Zoom con investigadores y empresarios del sector, del que participó como figura estelar Federico Trucco, CEO de Bioceres, la firma encargada de desarrollarlo y que tiene como principales accionistas a Gustavo Grobocopatel y a Hugo Sigman.

Es un evento de magnitud ya que encuentra al sector privado y a instituciones estatales de la ciencia, como el CONICET, en un esfuerzo conjunto por consolidar el avance del agronegocio en el país. Algo que, a su vez, significa el aumento en la utilización de agrotóxicos y una expansión todavía mayor de la frontera agrícola, con la irreversible pérdida de bosques y otros ecosistemas.

La Tierra es el único planeta del sistema solar capaz de albergar vida. ¿Por qué entonces nos empecinamos en destruir el espacio que habitamos y no en encontrar la manera de construir una alternativa sustentable? ¿Cuáles son los conflictos que arden bajo nuestros pies? ¿Desde dónde nos paramos a mirar? Te invitamos a hacer un recorrido por estos territorios en llamas, que nos hacen un llamado a la conciencia colectiva. Desde la ciudad de Buenos Aires, pasando por los Esteros del Iberá, el sur y Rosario, estas son las voces de personas que merecen ser escuchadas.

Conversamos con Flavia Broffoni politóloga ecofeminista especializada en relaciones internacionales y política ambiental; Emilio Espataro, miembro fundador de los Guardianes del Iberá y de la Fundación Amigos de la Tierra; Evis Millán y Juana Antieco, integrantes de la comunidad Mapuche de Chubut y miembras de la colectiva Mujeres indígenas por el buen vivir; Maria Pia Ceballos, activista mapuche trans, ex directora del Observatorio de Violencia contra las mujeres de Salta y actualmente Coordinadora en el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación; Romina Araguás, abogada especialista en derecho ambiental e integrante de la ONG rosarina El Paraná No se toca.

#ArgentinaEnLLamas
#LeyDeHumedalesYa
#BastaDeQuemas

«La única forma de salir de esto es de modo colectivo y organizado, dejando de lado intereses mezquinos, ¿no?. Y siendo conscientes de cuidar el lugar donde habitamos. Porque de nada sirve que salgamos de esta pandemia si las acciones o los actos no los modificamos.»

Juana Antieco

Integrante de la comunidad Mapuche de la Costa del Lepá en Chubut y de la colectiva Mujeres indígenas por el buen vivir.

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